jueves, 3 de abril de 2014

Chernobyl. Sábado 26 de Abril de 1986.


Hace ya algunos meses, tuve la oportunidad de ver el documental de Jon Sistiaga en “La ciudad del fin del mundo”. Recuerdo que mi motivación por verlo era fundamentalmente científica e histórica.

Científica por descubrir cuales eran las posibles consecuencias del empleo de una fuente de energía brutal, pero de la que quizás no conocemos lo suficiente. Una fuente de energía “invisible”. Tan compleja como hipnotizadora. No pretendo disertar sobre la energía nuclear. No quiero establecer un debate sobre su idoneidad. Y por supuesto, no soy quien de explicar el proceso a través del cual un átomo pesado se divide en otros ligeros liberando energía (a groso modo). 

Histórica porque constituye una de las mayores tragedias de la humanidad. Un error humano cuya consecuencia, la muerte de varios millares de personas, todavía hoy produce la lenta y dolorosa defunción de asistentes al bello pero funesto espectáculo de la explosión nuclear. La persistencia hasta dentro de más de 20.000 años de partículas radioactivas, limitará la habitabilidad de esta zona. Dentro de nuestro tan avanzado y globalizado planeta, siempre quedará un área sin poblar.


Pero he de reconocer que mis motivaciones iniciales fueron devoradas por la brutal forma de contar la historia de Jon Sistiaga. Sin filtros, para contar una feroz historia humana. Engancha por su forma de trasladar una catástrofe de naturaleza técnica en una narración de la vida de personas que vivieron, murieron y viven de aquella maldita tarde. Cualquier reflexión que haga, no podría transmitir lo que mi corazón siente y mi cabeza piensa cada vez que lo veo. La narrativa sobre los liquidadores, esos héroes por desconocimiento, que se introdujeron con simples mascarillas en la muerte más segura. Posiblemente librando al resto de la humanidad de una tragedia apocalíptica en todo su sentido.


Una película de miedo. Os dejo el link.


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